Madrid, diciembre de 1959. Caminando de vuelta a su casa parroquial y arropado en su manteo para resguardarse lo mejor posible del frío invernal, un sacerdote regresaba de visitar a una niña postrada en su cama y aquejada de una dolencia.
La pequeña Paulita padecía una enfermedad terminal en sus últimos estadíos. Como ya tenía diez años había hecho la Primera Comunión y podía recibir a Jesús de manos de aquel cura bueno, cuyas repetidas visitas esperaba con ilusión porque, sobre el telón negro de fondo que formaba su sotana, veía aparecer, desaparecer y cambiar de color... un dedal, una bola de billar o un naipe. ¡Este cura es como el Señor -exclamaba-. Hace milagros!
Paulita no acertaba a explicarse cómo un pequeño cordón que ella misma acababa de cortar con unas tijeras, ahora se encontraba recompuesto, o cómo una moneda de diez céntimos había aumentado de tamaño hasta convertirse en una de cincuenta pesetas.
Pero esta vez, la niña también tenía un regalo para el Padre. Era Navidad y Paulita había reunido algunos tapones de corcho de las botellas de vino que se vaciaban en el bar donde su papá trabajaba de camarero y, con una navajita y mucha paciencia, había construido las figuritas de un nacimiento, con las que quiso obsequiar a su santo benefactor. Los vestiditos los había compuesto de diversos retales que sobraban en la cesta de costura de su mamá, y con el maquillaje de ojos de esta, había conseguido dibujar caritas a todos los personajes.
El sacerdote cumplimentó el detalle con un nuevo juego de ilusionismo, pues como faltaban los Reyes Magos, tomó la baraja de cartas de la casa Fournier que guardaba en el bolsillo y, haciendo un pase mágico, tres reyes de la baraja se revelaron boca arriba entre los demás naipes. Acto seguido pidió a Paulita que los introdujera en el mazo por donde ella quisiera y después que lo mezclara. El mago de alzacuellos blanco recogió la baraja por unos segundos, sopló sobre ella, y la misma niña pudo comprobar extendiendo la baraja que los tres "Reyes Magos" se habían reunido en el centro. Se despidieron, sin que Paulita pudiera evitar toser varias veces al decir adiós. Estos últimos días los había pasado verdaderamente mal, pero en el momento de la visita de Jesús Sacramentado y de su amigo D. Wenceslao, parecía que revivía, aunque siempre para volver a sucumbir tras su partida.
El cura se marchó, cruzó en su trayecto la Plaza Mayor pensando que ninguna de las figuritas de artesanía que se podían comprar en aquellos puestos tenía comparación con las de Paulita, pues las primeras estaban hechas de barro cocido y las segundas de amor.
Al llegar a su casa, dejó sobre la mesa del recibidor la baraja de su bolsillo, para sacar a continuación a la Virgen, a San José, al Niño Jesús, al buey y a la mula de corcho que se había guardado en el mismo lugar. Dispuso el nacimiento con todo el cariño que pudo. Este no tenía portal, como en los belenes más elaborados, y oró para sus adentros: _Señor, así debiste de estar cuando llegaron tus santos padres a Belén, a la intemperie, buscando un refugio que no hallaban en ninguna parte, y así está Paulita también, soportando las inclemencias de su mala salud. La Providencia de tu Padre Celestial hizo que encontraras aunque fuera un pesebre, pídele que no deje tampoco a Paulita de su mano. Que se cure, y si acaso fuera tu Voluntad que se vaya contigo, como nos parece que va a ser, constrúyele una casa de Amor en el Cielo donde sea feliz hasta el momento de reencontrarse con sus padres de nuevo cuando partan también algún día.
D. Wenceslao se despertó a las tres de la mañana cuando sonó el teléfono. Era la madre de Paulita, que le comunicaba que la niña había fallecido y le solicitaba una oración. El sacerdote, llorando, se fue enseguida al nacimiento a rezar por ella ante la imagen de corcho del Niño Dios. Pero cuál no sería su sorpresa cuando vio que la baraja que había dejado al lado de las figuritas había formado milagrosamente un pesebre para proteger la tierna estampa de Navidad.
Atónito por el estupor que le había causado el milagro le dijo al Señor: ¡Gracias, ahora sé que Paulita está bien protegida y cuidada por ti en el Cielo!
Alzó la vista y vio en la estantería superior el libro sobre prestidigitación que había conseguido publicar el año anterior -a regañadientes de algunos magos de la capital, que no veían con buenos ojos que los secretos de la magia se divulgaran en las librerías para cualquier alma buena que quisiera aprender a hacer milagritos blancos-. Se titulaba "La prestidigitación al alcance de todos", y el buen cura musitó: En verdad, la fe y el amor también están al alcance de todos, solo hay que querer alargar la mano y agarrarlos bien fuerte. Gracias, Jesús, hágase tu Voluntad. ¡Y hasta que nos veamos de nuevo, Paulita! Ahora estás con el Niño Jesús de verdad, no de corcho. ¡Feliz Navidad, pequeña, feliz Navidad!